El padre Latour siempre se había sentido un poco avergonzado de que Joseph tuviera atareadas a su hermana y a sus monjas con sotanas y ornamentos, pero la última vez que estuvo en Francia pudo verlo todo bajo otra luz. De visita en el convento de la madre Philomène, una de las hermanas más jóvenes le había hecho una confidencia: para ellas, que vivían lejos del mundo, era toda una inspiración trabajar para las lejanas misiones. También le habló de lo preciosas que les resultaban las largas cartas del padre Vaillant, cartas en las que le contaba a su hermana cosas del país, los indios, las piadosas mejicanas, los mártires españoles de antaño. Esas cartas, dijo, se las leía en alta voz la madre Philomène por las tardes. La monja llevó al padre Latour hasta un mirador que se asomaba a la callejuela, allí donde el muro torcía en ángulo e impedía ver más allá.
―Mire ―dijo―, cuando la madre nos lee una de esas cartas de su hermano, vengo aquí y me asomo a esta calleja, con ese único farol, y justo a la vuelta de aquella esquina está Nuevo Méjico: todo lo que nos escribe de aquellos desiertos rojos y montañas azules, las grandes llanuras y las manadas de bisontes, y los cañones más profundos que las más profundas gargantas de nuestras montañas. Siento que estoy allí, mi corazón late más deprisa, y me vuela el tiempo hasta que la última campana corta de golpe mis sueños.
(Willa Cather, La muerte llama al arzobispo)
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