James Dixon aspira a un puesto de profesor de Historia Medieval en una Universidad provinciana (¿Oxford?) y, para conseguirlo, pelotillea servilmente al insoportable Jefe de Departamento y se deja ver en aburridos encuentros sociales. Dixon es un metepatas, no sabe de la materia ni le interesa y la hipocresía con que trata a los demás se hace evidente con frecuencia. La novela avanza de lío en lío en busca del fracaso final.
Los personajes son egoístas, mezquinos e hipócritas. La vida social resulta pretenciosa y ridícula y el estilo y la expresión (sobre todo en las comparaciones) tiende a la sátira degradante.
Un par de ejemplos de lo que digo: Había un pequeño emblema dorado en su corbata que semejaba algún símbolo heráldico, pero que, visto de cerca, resultó ser yema de huevo seca. (pág. 227) Con la señora Welch a su lado, parecía más que nunca un boxeador viejo un tanto dado al hurto ocasional, acompañado por una esposa que antes hubiese sido moza de cocina. (pág. 291)
Es una novela llena de una chispa ingeniosa y divertida dentro de que el tono es casi cruel. Me gustó la burla de la pedantería; me disgustó el tono sarcástico generalizado y la falta de trama. 3/5.
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