Estoy releyendo, con gran diversión, La casa de la Troya. Leo muy de poco en poco porque llevo unos días terribles de exámenes y acontecimientos varios. Me entretiene mucho el dialectalismo gallego que tanto abunda en la novela y la ampulosidad del estilo, de la que he seleccionado este pasajiño:
A Gerardo le fue grata esta soledad. Dejó vagar sus ojos distraídos por el poético paisaje, y recordó complacido las horas que acababa de pasar en la casa de don Ventura Lozano.
Reía para sí al remembrar —uno de los vocablos favoritos del ex juez— las eruditas disertaciones que colocaba el señor Lozano entre plato y plato, y, a veces, en el plato mismo, y la oportunidad y prontitud con que cualquiera de sus niñas le cortaba, implacable, el discurso. Rememoraba —también del léxico de don Ventura— con simpatía la grata simplicidad de aquella mesa casera, libre de los refinamientos y estorbos que impone nuestra molesta señora la moda, servida con igual sencillez y con pasmosa abundancia. La criada, una mujer zafia, que respondía al poético nombre de Amara, dejaba las fuentes ante doña Segunda y cambiaba azorada, platos y cubiertos, no sin que la señora la hiciese mil advertencias y recomendaciones, ora con los ojos, ya con expresivas muecas o leves cuchicheos, cuando pasaba a su lado, o bien en voz alta cuando no había otro remedio, con lo que la sobresaltada fámula se entontecía más.
(A. Pérez Lugín, La casa de la Troya)
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