Había que ver la alegría con que llegaban, el entusiasmo de su faena, el júbilo de sus coches rojos. Rompían con sus hachas mucho más de lo que había que romper. Hartos de su inteminable quietud, las llamas les enardecían y llegaban eufóricos al incendio. Ponían en marcha su mecanismo de pura actividad y de pura prisa. Vencían al fuego, tan solo porque le demostraban una mayor actividad y una velocidad mayor. Y el fuego humillado, se retiraba a sus cavernas. Ellos conocían este secreto, el único eficaz contra las llamas. Ganaban al fuego en aquello en que más se tenía por grande: en movimiento y escenografía. Le humillaban. Todos los ojos se volvían hacia ellos; el fuego nadie lo miraba ya.
Corrían menos que una persona normal, pero corrían canónica y gimnásticamente; pecho afuera, puños al pecho, la cabeza alta, levantando mucho los pies del suelo y las rodillas hacia afuera y nunca tropezaban unos con otros. Por eso todo el mundo decía:
--¡Qué bien corren!
(R. Sánchez Ferlosio, Alfanhuí)
1 comentario:
Ahora gracias a Dios la incompetencia está propagada a todas las profesiones.
Publicar un comentario