Dominaba ese arte tan difícil de abandonar a una persona y dirigirse a otra sin humillar a la primera; conectaba y desconectaba sobre la marcha, deportivamente, la sonrisa en los labios, y a la hora de las despedidas, todo el mundo se hacía lenguas de su afabilidad. Yo envidiaba su facultad de acomodación, y aun trataba de imitarla, pero su don no era transmisible. La técnica del picoteo no estaba a mi alcance. Me mostraba torpe, ponía en juego una condescendencia derretida, demasiado atropellada para ser sincera. Y de esta forma no era infrecuente que terminara la fiesta con el primero que me asaltó a la llegada, de ordinario el más cargante de la reunión. Mis intentos de fuga rara vez prosperaban y si, en ocasiones, conseguía despegar, era a costa de dejar a mi interlocutor con la palabra en la boca.
(Miguel Delibes, Señora de rojo sobre fondo gris)
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