miércoles, 19 de septiembre de 2007

"El lago", de Mrozek

Estoy remando. Los remos se hunden en el agua, y cuando salen a la superficie, el agua queda igual, nada la perjudica. Los nenúfares, amarillos navegan hacia mí o yo hacia ellos. Se balancean cuando pasan por debajo de los remos, pero no pierden el equilibrio. A ellos tampoco les perjudica nada. Es extraño, no perjudico a nadie y en cambio estoy contento.
Un día estival, el lago por un lado y el cielo por el otro. No se perjudican el uno al otro y en cambio están allí. Los remos crujen en las horquillas, pero ese sonido también está en su sitio. Y yo también: parece como si debiera estar aquí, aunque no estoy obligado a ello. No hay ninguna obligación, pero puesto que estoy aquí, todo está en orden.
Y no es que navegue desde o hacia algún lugar. Es decir, ni tengo prisa, ni navego despacio. Navego fuera del sentido de estas palabras. Tal vez sea por eso que resulta tan agradable. Pero ¿para qué voy a pensar en ello? Es una costumbre del todo innecesaria. ¿De qué me servirá descubrir por qué es tan agradable? Seguramente de nada, o incluso puedo conseguir que sea menos agradable, porque ocupado con mis pensamientos no veré un sauce llorón que, inclinado sobre la orilla, hunde sus verdes y elásticas trenzas en el agua. Ni tampoco tres aves pardas con los cuellos de un azul chillón que nadan entre los juncos escondiendo de vez en cuando sus cuellos en el agua. Y aunque sean aves, nadie les puede reprochar que estén en el agua y no en el aire. Cuando quieran volarán.
Parece que ha pasado el mediodía, pero no es muy tarde, el sol está alto, y muy amablemente no queda justo por encima de la cabeza, de modo que se está con él, pero no se está subordinado a él.
De pronto la luz se vuelve desagradable, insípida y al mismo tiempo fuerte, el agua se endurece, las aves ya no están, no hay lago y sólo yo estoy sentado en una silla y remo, pero sin remos. A mi lado está de pie un señor vestido con frac que me tiende la mano. Y frente a mí hay mucha gente, todos sentados en filas y riendo.
—Gracias —me dice el hipnotizador, y se dirige a la sala—. ¿Quién de ustedes será el siguiente?
Trato unas veces más de mover los brazos, ya sin remos. Una risa aún más fuerte llega de la sala. Así que lo dejo, me levanto de la silla, bajo del escenario entre grandes carcajadas.
La cabeza me da vueltas. Cuando deje de hacerlo intentaré comprender de qué ríe en realidad esa gente.

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