Espero que a lo largo de estas páginas haya quedado clara la superioridad de Irais y de mí misma con respecto a las debilidades comunes de la humanidad; si hicieran falta más pruebas bastaría con saber que ambas, desafiando a la tradición, detestamos la celebración de los rituales del cumpleaños. Años atrás, cuando acababa de conocerla, y mucho antes de que nos casáramos, le mandé una pequeña palmatoria de bronce por su cumpleaños; y cuando, unos meses más tarde, llegó la hora del mío, ella me envió un cuaderno. Nunca escribí nada en él, y al año siguiente se lo regalé por su cumpleaños; me lo agradeció efusivamente, como se suele hacer en estos casos, y cuando llegó mi hora me regaló la palmatoria de bronce. Desde entonces disfrutamos alternativamente la posesión de ambos objetos, y así saldamos la dichosa cuestión de una vez por todas con gran ahorro de problemas y gastos. Nunca mencionamos nuestro trato excepto cuando llega su hora, momento en el que nos enviamos una carta de ferviente agradecimiento.
(Elizabeth von Arnim, Elizabeth y su jardín alemán)
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